Intriga en la feria

 

Volvía a casa, con la bolsa de la compra llena, con ganas de poner los pies un rato en alto. Mis piernas ya no son lo que eran desde que me dio el trombo; debería usar esa media tan “sexy” que me mandó el médico, pero siempre se me olvida. Al entrar al portal me encontré con Enrique,  el cartero, que me recordó que esa tarde inauguraban la feria del barrio y que la Lola nos invitaba a sangría. Malditas las ganas que tenía de ir, pero las fiestas del barrio son las fiestas y la Lola, mucha Lola.

Llegué sobre las siete, la chiquillería ya había hecho presa de las atracciones y los padres se arremolinaban alrededor para no perderlos de vista. En el quiosco de la Lola, media docena de personas se acodaban en un tablón de contrachapado que hacía las veces de mostrador.  La Lola se afanaba en un bidón mezclando la sangría mientras su marido preparaba los pinchos. No acababa de saludarla  cuando llegó la Felisa. Tan pulcra, tan limpia, tan redicha y tan sincera que ya poca gente del barrio le pregunta qué le parece algo. Un día la Encarna, yendo de paseo con su nieto, le dijo: «Felisa, ¿a qué es guapo mi niño?», y ésta respondió: «Igualito que su padre, tiene orejas para dos pucheros de judías»

«Hola, Felisa», le dije; como es natural no le pregunté cómo estás, o me daría la feria del siguiente año. Aun tuve suerte, pues antes de que pudiera contestarme llegó el Matías, con la cara demudada y sin acertar a decir palabra.

Al punto le rodeamos para que nos dijera qué tenía. Entre que el Matías estaba muy nervioso, que su acento andaluz es tan cerrado que a veces no se entiende y que desde que le dio la parálisis facial habla de lado, tardamos un buen rato en enterarnos de la historia. Por lo que llegué a entender, el Matías, después de haberse puesto el traje nuevo y volcarse un litro de colonia (no lo dijo él, lo olí yo), bajaba las escaleras cuando oyó un susurro en el rellano del segundo. Según se iba acercando escuchó una voz de mujer que decía algo cómo: «De hoy no pasa…acaba con él… yo no espero más”. Ya sabéis lo cotilla que es el Matías, así que asomó la cabeza por el hueco de la escalera para ver quiénes eran los que tenían tal conversación, pero lo único que acertó a vislumbrar fue como se cerraban las puertas del Luis y de la Encarna. A todos nos dejó pensativos la historia del Matías, ¿pudiera ser que la Encarna estuviera pensando en deshacerse de su marido? La Felisa dijo que ella ya se barruntaba algo, que esos dos tenían mucha confianza, que él siempre le traía un montón de verduras de su huerto y que eso, ya de por sí, era más que sospechoso; porque a ella nunca le había dado ni un  triste tomate. La Felisa, además de muy sincera, es muy envidiosa.

La Lola dijo que eso era imposible, la Encarna quería al Felipe desde que era una niña con trenzas. «¿No os acordáis cómo éramos?», nos dijo mientras buscaba en su cartera; y sacó una fotografía en blanco y negro, donde se veía un grupo de jóvenes delante de su chiringuito de feria.

Allí estábamos: el Matías, la Felisa, la Encarna colgada al brazo del Felipe, la Lola y su marido detrás del mostrador, en una esquina el Luís, y yo dando la mano a mi difunto esposo (entonces todavía no se había muerto). La Lola apenas hacía un año que se había casado, al siguiente lo hicieron la Encarna y el Felipe, dos después me casé yo, la Felisa y el Matías nacieron solteros y al Luis le duró la mujer un suspiro.

Estábamos mirando la foto, cuando llegaron la Encarna y el Felipe agarraditos del brazo. Para ser una mujer que está pensando en acabar con el marido disimulaba muy bien, pues tenía la mirada de una jovenzuela que diera su primer paseo con el novio.

La Felisa, que estaba deseando enterarse de qué iba la cosa les preguntó que dónde habían dejado al Luis. La Encarna, bufando, respondió: «En su casa, tres días lleva con el grifo estropeado y se le ocurre ponerse a repararlo hoy. Una hora llevamos arreglados, esperando que termine, dice que de hoy no pasa que lo arregle. Así que le he dicho: “De hoy no pasa, de hoy pasa, pues acaba con él, nosotros nos vamos, ya no aguanto más”; aunque no creo que tarde en venir, porque de verduras entiende un rato, pero lo que es de fontanería…»

El poder de las palabras

Aquellas palabras sonaron como cristal roto. Retumbaron sobre las paredes, sobre los muebles. El armario entreabierto devolvió el eco. Se le pegaron al cuerpo como una humedad fría que le llegaba hasta su mismo centro. Sacudió la cabeza intentando desprenderse de ellas, que obstinadas, seguían horadando, hiriendo. Se dejó vencer y por un tiempo gobernaron su mundo. Un tiempo muerto, estéril y árido. Un nuevo sonido, al principio débil, se fue haciendo fuerte a medida que lo escuchaba. Se levantó y dijo en voz alta: “Yo sí valgo”.

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Foto: Mujer tú que pintas con las nubes, de David Navarro

 

Pesadilla

Cuando Ester abrió los ojos aún era de noche. Allí estaba otra vez, a los pies de la cama; con su larga lengua —que paseaba por unos labios rugosos y húmedos— y los ojos fijos en ella, vigilando para saltarle encima. Contuvo la respiración e hizo lo que llevaba haciendo desde pequeña, desde que su madre lo llamó: apretó los párpados, murmuró «¡Por favor, vete! Seré buena», y empezó a contar uno, dos, tres… al llegar a veinte los abrió, despacio. Aunque su madre ya había muerto, el monstruo seguía allí.

Carlos y Luisa

—¿Escucháis la canción, mi señor Carlos?

—Tranquilizaos, mi querida Luisa. Reposad y tomaos esta poción que ha preparado el galeno.

—¿Pero es que no lo oís?, me llega el sonido por esa ventana, vos lo deberías de escuchar también.

—Las ventanas están cerradas, y vos sabéis que tanto mi oído como mi entendimiento no son muy finos.

—Es la misma canción de siempre. La que me persigue desde que llegué a la corte. La que me culpa de la falta de descendencia.

—Creo que ya sé la canción que decís, a mi me hace mucha gracia. A ver, cómo era… “Parid, bella flor de lis, que en aflicción tan extraña, si parís, parís a España, si no parís, a París”. Qué ingenioso es el pueblo. Desde luego que sois la más bella flor de lis y no os preocupéis, en cuanto estéis recuperada, pensaremos en “parís”, no hay nada que quiera en este mundo más que a vos.

—No me recuperaré, me han envenenado, necesitan sucesión. Ellos creen que el problema es mío, me quitan de en medio y os proporcionan otra princesa fértil. Ya sé que me queréis, pero para tener hijos se necesita algo más que el amor. De nada valen los remedios ni los rezos, para tener descendencia deberíais haber yacido conmigo.

—Pero… si me acuesto con vos todas las noches.

—Estoy demasiado débil para explicaos la diferencia. Además, en cierta forma, si he tenido un hijo…, a vos.

—¡Bien!, eso significa que vos también me queréis.

—Escuchad, mi señor. Yo no os quería, yo quería a mi primo, el delfín, y ser reina de Francia. Cuando mi tío concertó mi boda con vos le rogué, le supliqué que no lo hiciera; fueron vanos mis intentos. Yo no quería casarme con “el hechizado”; todos, en la corte francesa, murmuraban de vuestras incapacidades e incluso llegaron a la corte las cancioncillas que os dedicaba vuestro “ingenioso” pueblo.

—¿A mí también me hacen canciones? Por favor, mi señora, cantadme alguna.

—Un niño, sin lugar a dudas. ¡En fin!, una de ellas decía: “el príncipe, al parecer, por lo endeble y patiblando, es hijo de contrabando, pues no se puede tener”.

—Pues también es muy graciosa, ¿no os parece? Pero ahora tengo una duda, ¿me queréis o no me queréis?

—Ya os he dicho que no os quería. La última vez que vi a mi tío fue en la capilla. Él se dirigía a rezar como cada día y allí, bajo aquél Cristo que nos miraba con su triste semblante, me postré de rodillas y le supliqué, por última vez, que no me obligara a casarme con vos. Sin dignarse a mirar hacia mí y apartándome de un empujón me dijo: “Sería gracioso que la reina católica de España impidiese que el rey cristianísimo de Francia fuese a misa”. No fue eso lo peor, si no que añadió: “Señora, deseo daros un adiós para siempre; la mayor desgracia que os  pudiera acontecer es que volvieseis a Francia”. Y aquí me tenéis, sin parir y sin poder volver a París. Poco importa ya nada de eso, pues moriré en breve.

—Amada Luisa, no digáis esas cosas. ¿Cómo viviré sin vos?

—Aprenderéis u os enseñaran. Veo que mis fuerzas me abandonan, pero quiero deciros una última cosa. Sin haberos querido, nadie os querrá como yo.

Sueños

Monte Olivos Panoramica-6

¡Jerusalén! ¡Oh, Jerusalén!

Pasear,  en la ciudad vieja, por la Explanada de las Mezquitas.  Acercarme a la iglesia del Santo Sepulcro para ver el Calvario; a la Basílica de las Naciones en el Monte de los Olivos. Dejar mi plegaria en el Muro de las Lamentaciones. Imbuirme de las tres culturas;  tocar cada piedra, cada muro, para llenarme de historia y de historias. Visita obligada al “Santuario del libro” y admirar los manuscritos de Qumrán.

Sueños, sueños. Quizá en otra vida.